Historia de un amor en cuatro estaciones
La conociste (realmente) en primavera.
La semilla fue plantada bajo un cielo estrellado, entre historias de amantes trágicos y vinos perfumados, entre llamas danzantes y su sonrisa. Y la tuya.
Y el germen creció fuerte y sano, y floreció en una fresca amistad, incluso si...
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Incluso si te diste cuenta de que la amabas en verano.
Allí, en sonrisas radiantes y risas claras, y luego en caricias como brisa cálida, y besos como fruta madura. Allí, con ella soportando valientemente los días de tormenta a tu lado, con ella viviendo a tu lado muchos más felices días de sol sobre la piel.
(Aunque no se lo dijiste, sin querer apurar ese verano.)
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Pero el verano se fue y llegó el otoño. Y con el otoño los árboles perdieron sus hojas, y tú perdiste tu alma.
Y ella te perdió a ti.
Si te hubiera importado (si hubieras entendido), bajo el cielo gris te habrías dado cuenta de que ella te amaba también.
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Regresaste con el invierno, pero el cruel viento frío de las cosas que habías hecho (de las cosas que no habías hecho) te golpeó en el rostro y te dejó torcido, desnudo y miserable, como las ramas heladas y secas.
Demasiado cansado para luchar contra el hielo (demasiado asustado para luchar contra el hielo), no la dejaste recuperarte.
Y tú la perdiste a ella.
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Pero la semilla no estaba muerta, sólo durmiendo bajo la escarcha. Y la primavera llegó temprano ese año (tú permitiste que llegara temprano), y la nieve se derritió en lágrimas tibias, y en su encuentro florecieron los capullos y maduraron las frutas.
Ahora, es verano otra vez.
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Aunque aprendiste (los dos aprendieron), y atesoras cada flor, y guardas cada fruta. Porque sabes que el invierno podría regresar (sabes que el invierno regresará), sabes que el verano no durará para siempre.
Pero con gusto esperarías diez años de otoño, con gusto soportarías diez años de invierno-- sólo por una mañana de su primavera, sólo por un día de su verano.
La semilla fue plantada bajo un cielo estrellado, entre historias de amantes trágicos y vinos perfumados, entre llamas danzantes y su sonrisa. Y la tuya.
Y el germen creció fuerte y sano, y floreció en una fresca amistad, incluso si...
Incluso si te diste cuenta de que la amabas en verano.
Allí, en sonrisas radiantes y risas claras, y luego en caricias como brisa cálida, y besos como fruta madura. Allí, con ella soportando valientemente los días de tormenta a tu lado, con ella viviendo a tu lado muchos más felices días de sol sobre la piel.
(Aunque no se lo dijiste, sin querer apurar ese verano.)
Pero el verano se fue y llegó el otoño. Y con el otoño los árboles perdieron sus hojas, y tú perdiste tu alma.
Y ella te perdió a ti.
Si te hubiera importado (si hubieras entendido), bajo el cielo gris te habrías dado cuenta de que ella te amaba también.
Regresaste con el invierno, pero el cruel viento frío de las cosas que habías hecho (de las cosas que no habías hecho) te golpeó en el rostro y te dejó torcido, desnudo y miserable, como las ramas heladas y secas.
Demasiado cansado para luchar contra el hielo (demasiado asustado para luchar contra el hielo), no la dejaste recuperarte.
Y tú la perdiste a ella.
Pero la semilla no estaba muerta, sólo durmiendo bajo la escarcha. Y la primavera llegó temprano ese año (tú permitiste que llegara temprano), y la nieve se derritió en lágrimas tibias, y en su encuentro florecieron los capullos y maduraron las frutas.
Ahora, es verano otra vez.
Aunque aprendiste (los dos aprendieron), y atesoras cada flor, y guardas cada fruta. Porque sabes que el invierno podría regresar (sabes que el invierno regresará), sabes que el verano no durará para siempre.
Pero con gusto esperarías diez años de otoño, con gusto soportarías diez años de invierno-- sólo por una mañana de su primavera, sólo por un día de su verano.
